Enseñar teoría de la arquitectura en tiempos de incertidumbre

Graciela Silvestri

miércoles, 22 de agosto de 2018  |   

En 2010, nos presentamos con Eduardo Gentile y Ana Ottavianelli al concurso para las materias Teoría I y II en la FAU UNLP. Después de cuatro décadas, la materia volvía a las aulas. Sabíamos que ya no podíamos descansar en los pocos libros en castellano que se utilizaban en nuestra juventud –una curiosa mezcla de los principios publicitados por Le Corbusier, las encantadoras introducciones de Sacriste y las actualizaciones sólidas pero ya inaplicables de Enrico Tedeschi o Marina Waisman.

Existían problemas más graves. En principio, ¿cómo enseñar teoría de la arquitectura en tiempos en que los mismos principios sobre los que se asienta la disciplina se encuentran en crisis? Muchos dirán: esta crisis lleva mucho más de cien años. Pero es necesario reconocer que durante unas pocas décadas, durante el siglo XX, se confió en la capacidad renovadora de algunas vanguardias que solíamos unificar como Movimiento Moderno, sintetizadas y traducidas en breves principios y recetas, de fácil trasmisión en los talleres. A tal punto ellas parecían obvias y adecuadas al espíritu del tiempo que la misma materia “teoría” perdió vigencia: así estaban las cosas cuando ingresé en la carrera de arquitectura a principios de la década del setenta. Ignorábamos entonces la sistemática erosión que se venía preparando, de la mano de drásticos e inesperados cambios políticos, tecnológicos y ambientales. Desde fines de los sesenta, se sucedieron múltiples tendencias que se extinguieron tan rápidamente como se extingue hoy el último modelo de computadora, importantes para la demolición de los últimos restos del viejo ideario modernista, pero inermes en la solución concreta para las problemáticas de la época.

Foto: © María Candelaria Mestas NuñezLas propuestas teóricas del último medio siglo se alimentaron de las reflexiones filosóficas sobre el habitar (el ciclo que, reuniendo las reflexiones lingüísticas con las espaciales, va desde los artículos de Heidegger en la posguerra hasta las sugerentes metáforas post estructuralistas). Pero tanto quienes nos formamos en historia como quienes, desde el mismo hacer arquitectónico, intentaron traducir el pensamiento filosófico a maneras operativas, nos encontramos con serios problemas. Carecíamos todos de la formación necesaria para leer textos cuya intención era deconstruir, no construir; y si, ya en nuestro milenio, las máquinas solteras de Deleuze se articularon eclécticamente con la divulgación de las nuevas geometrías o con la explosión de los estudios del cerebro humano, tampoco era fácil hacer pie en estos lenguajes especializados, escritos en fórmulas cuya comprensión nos estaba vedada. Quienes, en el mundo anglosajón, se abocaron al terreno de la teoría de la arquitectura, se separaron de cualquier voluntad operativa y encauzaron su registro hacia el debate estrictamente filosófico-estético.

Como bien dijo Eduardo Leston, acabamos por reconocer que los arquitectos poseíamos una manera de pensar analógica, antes que lógica; nuestro cerebro se organizaba a través de metáforas. Pero al mismo tiempo, el viejo mandato humanista –la voluntad de armonizar los requerimientos técnicos, funcionales y estéticos– nos obligaba a hacer las cuentas con la eficacia, la economía, el impacto ambiental, la equidad social y la multiplicidad cultural. En fin: el arquitecto moderno, que pretende incidir en la construcción a escala del territorio, debe ser capaz de articular tan diversas solicitudes, al menos en el grado de generalidad que le permite identificar el problema, acudir a un experto, y comprender su lenguaje. ¿Cómo habríamos de introducir a los estudiantes en tan inestable, amplio y complejo panorama?

Así nos enfrentamos en estos años con el dictado de la materia “teoría”.  Junto a estas dificultades que podemos calificar como globales, emergieron las de la enseñanza argentina, en sus diversos niveles. El programa de la FAU en La Plata colocaba la materia en los dos primeros años; es así que “Teoría I” se convirtió inevitablemente en Introducción a la arquitectura.  Aunque la opción no nos convencía, nos obligó a una reflexión profunda: no podíamos dejar nada por sentado. No nos podíamos mover entre guiños y sobreentendidos entre colegas (como sucede en las materias más avanzadas y sobre todo en los posgrados). Con apenas una breve introducción en el curso de ingreso, los estudiantes apenas habían escuchado el nombre de algunos arquitectos famosos o intentado el análisis de algunas obras paradigmáticas. Nunca la arquitectura formó parte de la educación secundaria (como sí, bien o mal, la literatura, la música o incluso las artes visuales). Quienes ingresan a la facultad de arquitectura (salvo aquellos que poseen un capital familiar) ignoran todo acerca de ella; la eligen porque “saben dibujar bien” o porque supone la extensión de la escuela técnica; solía decirse que recién en los años superiores se develaba súbitamente de qué se trataba ser arquitecto. Las cosas no parecen haber cambiado.

En cambio, se agregaron otros desafíos. Nuestros alumnos provienen de formaciones muy distintas, de distintas provincias, de distintos países y culturas. Y aún para los argentinos urbanos –no necesito extenderme sobre esto–, la educación pública ya no es aquella de la que estábamos orgullosos, el pilar del ascenso social para los hijos de la inmigración, la llave de la equidad. De manera que “teoría-introducción a la arquitectura” implicó también, en nuestra experiencia, una introducción a los problemas de la época que la arquitectura tiene que afrontar inevitablemente (el crecimiento de las ciudades, la movilidad, las fronteras o su ausencia, la sostenibilidad ambiental, la cada vez más drástica división social, que ha acabado con las esperanzas del desarrollismo modernista). Y sobre todo, una introducción a la lectura –en el sentido de interpretación de los textos: cuál es la hipótesis de un libro, cuál el debate en el que se inserta, cuál el momento en que se escribió. Sabemos que otras cátedras han optado por traducir directamente las ideas a la proyectación, extendiendo una modalidad ya consolidada en las aulas argentinas. Nosotros optamos –considerando que la práctica de taller se encuentra bien consolidada– por trasmitir aquello que no será abordado en la carrera, tal vez con alguna excepción en historia. La importancia de leer, interpretar y articular estos insumos en el salto proyectual se ha vuelto acuciante. Siempre queda, es cierto, el recurso de copiar. Pero se trata de una carrera universitaria, en la que se apuesta a la innovación reflexiva y razonada.

El mayor desafío en esta introducción a la arquitectura, sin embargo, lo constituye la condición estética de la arquitectura, la que la distingue de la ingeniería civil y de las más vastas tecnologías del habitar. Hubiéramos dicho, en otras épocas, la belleza. Los modernismos, al menos en la reducida versión argentina, descartaron el problema suponiendo que “la forma se deduce de la función” (no otra cosa terminan proponiendo los análisis paramétricos); pero si adoptamos una visión más amplia, sabremos que lo estético es el “conocimiento sensible”, inagotable fuente de saber inmediato, de placer y de felicidad. No por nada aquellos filósofos que constituyen aún nuestra referencia se han dedicado al tema del arte, hallando en él un camino no recto ni necesariamente lógico. Y en la medida en que tratamos con el espacio, debemos recordar el famoso dictum kantiano: el espacio es la forma de la sensibilidad. La desterrada “belleza” no es un canon fijo ni el resultado de una fórmula: es una nostalgia de reconciliación, de armonía, de paz.

© Facundo FranzaPero en este milenio ya no es posible la ingenuidad: sabemos que lo que sea o no bello, amable, gracioso, alegre o triste, sublime o monstruoso, depende de una cultura, de una alfabetización literaria y sensorial. El color rosa ya no es para señoritas; la columna dórica sólo representa fortaleza para quienes se formaron en el vocabulario de Occidente; la biblioteca nacional de Clorindo Testa subyuga a los arquitectos pero no necesariamente a los cultos literatos que la frecuentan. Temas como la permanencia, pilar de la tratadística en arquitectura –y ligada a nuestra percepción estética que articula lo bueno y lo bello–, pueden ser discutibles para comunidades que, como la guaraní, poseen una tradición de viaje continuo, y quien viaja, viaja liviano; deja atrás lugares y refugios sin nostalgia.  Ciertamente nosotros –incluyendo a los pueblos originarios actuales– estamos condenados a la modernidad: necesitamos una parcela de seguridad en donde vivir y morir. Pero comprender las formas de habitar de estas culturas perdidas nos obliga a preguntarnos críticamente acerca de nuestros propios caminos en la arquitectura, que siguen siendo “occidentales” (cultísimos pueblos como el chino carecen de una palabra específica para “arquitectura”). ¿Cómo trasmitir este entusiasmo, que atraviesa ciencias y técnicas, modos culturales de pueblos distantes u olvidados, al tiempo que trasmitimos las bases discursivas de lo que todavía se entiende por arquitectura, nuestra propia tradición? Un músico contemporáneo  fue aún más lejos: definió la música culta escrita como “nuestro folklore”. Nuestro folklore es el Movimiento Moderno, extendido más allá de las aulas, por las burbujeantes ciudades viejas y nuevas.

Decidimos, pues, trabajar nuestros dos cursos de modo, digamos, dialéctico: ambos tratarían temas similares, organizados en tres bloques, pero, como en la famosa espiral hegeliana, el segundo curso los repasaría en otro nivel de cualidad. Ahora bien, este no es un curso para futuros teóricos de la arquitectura, ni siquiera para futuros historiadores: es un curso para futuros profesionales. Un grupo pequeño, de entre los cientos de alumnos, sería tentado por los vericuetos de la teoría. La mayoría habrá de seguir el camino profesional, con voluntad de llevar a la acción esa nebulosa de representaciones que hace unas décadas llamábamos “idea” y consolidábamos en un “partido”:  supimos desde el principio que era hacia ellos que debíamos orientar nuestro trabajo pedagógico. Debíamos inducirlos hacia la reflexión –no necesariamente analítica en el sentido de las ciencias duras, ni eficaz en el sentido de las tecnologías–; debíamos abrirles un panorama que los hiciera conscientes de la complejidad, la densidad histórica, la variedad cultural que la habitación humana comprende. Debíamos ponerlos de frente a los problemas de densidad, de fragilidad del ámbito terrestre, de injusticia actual en el derecho humano a habitar, e incluso sugerir que no sólo los humanos tenemos derecho a habitar la pequeña blue marble –que sólo para nuestra percepción humana es hermosamente azul. Y entonces, adquiere un lugar clave el tema estético: el armónico y pacífico azul que encanta universalmente nos atrae hoy no sólo por su simple efecto, sino por siglos de entretejido simbolismo.

No fue fácil hallar un nombre para cada uno de los tres capítulos en que dividimos teoría I y II. Llamamos al primero, entre nosotros, el capítulo “inespecífico”: damos cuenta en él de las condiciones de trabajo del arquitecto actual, con una particular inflexión sudamericana. Es claro que quien se forma y trabaja como arquitecto en EEUU o en China piensa el mismo globo, pero –adoptando una metáfora de los físicos teóricos–, el bloque témporo-espacial no es global sino local. Por ejemplo, el lugar de la memoria en una Argentina que hace más de treinta años decidió realizar juicios por crímenes de lesa humanidad –mundialmente inéditos– no es el mismo que en EEUU, en China o incluso en Europa, cuyos juicios de posguerra fueron realizados por potencias vencedoras. La memoria social no está escindida de la memoria espacial. Para muchos jóvenes de hoy –aquellos que no son militantes, o aquellos sin educación familiar o escolar al respecto– la devastación dictatorial es tan lejana como lo era para mí la segunda guerra mundial. Este es sólo uno de los temas que nos vemos obligados a comentar superficialmente para que los alumnos puedan  seguir la confusa trama de este último medio siglo, la arqueología de nuestra contemporaneidad.

El segundo capítulo es sobre la disciplina: ella se inicia con Alberti (quien reescribe  Vitruvio en términos humanísticos, fijando la estructura armónica de la Arquitectura); décadas más tarde, la interpretación palladiana, relacionando texto y dibujo, universaliza el canon de la profesión. Si hemos de hablar de globalización de la arquitectura y de la ciudad, no podemos olvidar estos inicios. Contra ellos trabajó el MM, pero no siempre conscientemente en contra, en la medida en que la escala, la proporción humana y sus relaciones con la solidez y las costumbres (el uso) mantuvieron su prestigio bajo otras palabras. Sin conocer la deriva de los preceptos disciplinares, sin conocer los debates que florecieron desde los mismos inicios del humanismo, difícilmente podamos avanzar en cualquier innovación. Como los niños, sólo nos hacemos adultos discutiendo con nuestros padres.

El tercer capítulo es el más exitoso en nuestra materia. Aunque en los dos capítulos anteriores hemos invitado a filósofos, sociólogos, músicos, poetas, artistas plásticos, coreógrafos, etc. –los “expertos” interesados en las formas de ocupar y habitar el espacio de maneras distintas a las nuestras, pero igualmente inspiradoras–, en el último capítulo invitamos a profesionales arquitectos que han transitado caminos muy diferentes entre sí, aunque formados por las mismas facultades. Esta es una ventaja de la arquitectura: la formación podrá ser superficial, pero es la más amplia que conozco. El arquitecto no teme adentrarse en la filosofía, en la literatura, en las artes, en el cine; muchos se han convertido en artistas –como Clorindo. También puede decidir su acción en el ámbito de las técnicas: imaginar nuevos calefones solares, nuevas formas de alimentación eléctrica para los automóviles, o integración de materiales vegetales, que crecen y se transforman, en las sólidas arquitecturas pétreas. Superficial en un punto, ciertamente: ¿pero no es importante la superficie de las cosas que percibimos? ¿No es acaso este eclecticismo, esta “superficialidad”, un aspecto central de la misma posibilidad de articulación entre las diversas especialidades, que hablan lenguajes intraducibles?

Los estudiantes vieron desfilar a arquitectos que se dedicaban al videoarte, a la coreografía, a la pintura; otros que se dedicaban a la enseñanza, a la historia, a la teoría; pero sobre todo a la profesión más lata: quienes debieron lidiar con el Capital, con la Técnica y la Política en un sentido fuerte (cuando la obra se vio afectada directamente por los cambios habituales en Argentina, y el ambicioso proyecto tuvo que flexibilizarse); quienes por el contrario iniciaron su carrera con modestos emprendimientos (un caminito, unos baños en el parque), y con esto cambiaron la arquitectura local; quienes se dedicaron a cuestiones en apariencia tan poco sustanciales, como la inspección de las reglas constructivas o la evaluación del patrimonio, y que sin embargo constituyeron una base para la seguridad, la memoria, y consecuentemente la acción. La arquitectura es omnívora: se alimenta con todo. Es el último arte que comprende el mundo en su totalidad: esta es su maldición, y al mismo tiempo su futuro, el futuro humano.

No es que hayamos tenido mucho éxito. Los exámenes están preparados para multiple choice, y en teoría no existen respuestas unívocas. Tenemos que trabajar horas en cada examen para saber si algo quedó en el estudiante. Tenemos que luchar, además, con la estructura “profesional” de las facultades, que convence al alumno de que lo único importante es el taller. Pero creo que en alguna medida hemos sido exitosos en trasmitir cierto entusiasmo a los estudiantes: en la enseñanza, es esto lo que todos buscamos. 


Fotografía 1 y Portada de nota María Candelaria Mestas Núñez Instagram @cand.e

Fotografía 2 Facundo Franza Instagram @facufranza