Un relato | Testigo urbano
Eduardo L. Sopher
Ante todo quiero relatar mi gestación. Ustedes se sorprenderán, pero la recuerdo. Me encontraba en un muy cálido ambiente, cuando una súbita explosión determinó grandes cambios en mi organismo en un lapso que desconozco, no sé si horas, días, años o siglos; me es casi imposible determinarlo.
Superada esta indefinida instancia, tras una nueva explosión, fui trasladado a un ruidoso quirófano de Sierra Chica, Provincia de Buenos Aires, en donde lograron rectificar mis malformaciones. Una vez recuperado, emprendí un largo y precario viaje por distintos medios a la Ciudad de Buenos Aires, sumándome a la importante migración interna y externa que la caracterizaba a fines del siglo XIX.
Aun no se había determinado mi lugar de residencia definitiva. Afortunadamente, me fue asignado uno de privilegio, cercano a la acera bajo la escalinata de la Catedral Metropolitana, en la Plaza de Mayo. Con los años comprendería plenamente los beneficios de haberme instalado allí, lo que me habilitó a ser testigo de múltiples hechos, que comentaré brevemente.
Fue en 1857, cuando el primer Plan de Pavimentación se implementó, que inicié a pleno mi vida urbana. A mis espaldas la ya citada Catedral, más a mi izquierda la construcción del primitivo Teatro Colón, y la vieja recova que impedía parcialmente la vista de la Casa Rosada, la que a su vez lo hacía del Río de la Plata, cuya cercana presencia intuía por los típicos sonidos de todo puerto, a lo que se sumaba el tránsito de pesados carretones tirados por esforzados percherones que iban y volvían de éste.
Como ya he dicho, mi ubicación permitió que ninguna remodelación me echara, ni aún cuando se comenzaron los trabajos de apertura de la Av. de Mayo en 1888, ocasión en la cual el Cabildo perdió su integridad, amén de otros maltratos en su historia. Pueden intuir en consecuencia mis grandes temores respecto a mi permanencia, pero aquí me encuentro. Solo pude apreciar algunos edificios emplazados sobre la Avenida, de los más diversos estilos en boga en las grandes capitales de Europa. Sí podía escuchar la aguda sirena del edificio del Diario La Prensa, que todos los comienzos de año nos lo notificaba con precisión a los muchos que no contábamos en la ciudad con relojes, considerados a comienzo de siglo como una joya.
He podido presenciar hechos trascendentales en la historia de la ciudad: huelgas, grandes concentraciones políticas, la evolución en los comportamientos, vestimentas y protocolos aun en las ceremonias gubernamentales. Todo fue cambiando. Las grandes excavaciones a cielo abierto para la que sería la primera línea de trenes subterráneos de Sudamérica, que unía, por debajo de la Av. de Mayo, las plazas de Mayo y de los Dos Congresos. Contemporáneamente en la superficie se iban sumando nuevos edificios, con cúpulas, mansardas, estilos art nouveau, neogótico, francés borbónico, etc., que implicaban todo un desafío para los arquitectos intervinientes, más que acicateados por sus comitentes tan imbuidos de lo vivido en sus ya famosas estadías europeas.
Ahora sintetizaré hechos que no puedo dejar de mencionar: la llegada de las tropas en 1930 que derrocaron al presidente H. Yrigoyen, el 17 de octubre de 1945, con multitudes cubriendo la plaza y pisándome sin miramiento alguno. Nuevas explosiones en mi vida, el 16 de junio de 1955: éstas fueron múltiples, como consecuencia del bombardeo a la plaza. Afortunadamente yo no recibí lesiones, pero sí pude sentir sobre mí los cuerpos mutilados que se desangraban en una muerte sin sentido. Esa misma noche, más explosiones y un intenso calor: a mis espaldas ardía la Curia metropolitana, mientras escuchaba el tañido de las campanas de las iglesias de la cercanía vandalizadas e incendiadas en represalia a lo sucedido horas antes.
Asistí a otros históricos sucesos, el vuelo de helicópteros con Presidentes que a las pocas horas ya no lo serían, al cambiante humor de las multitudes en apenas pocos días, del repudio a la aprobación, tal el caso del 31/3 y el 2/4/82, en ocasión de la ocupación de las Islas Malvinas.
Pero creo que es hora que devele quien soy: un granítico cordón de vereda, que espera seguir siendo testigo de los grandes acontecimientos de nuestra querida Buenos Aires.