Cultura, desarrollo, sustentabilidad

María de las Nieves Arias Incollá

sábado, 28 de marzo de 2020  |   

El concepto de patrimonio se ha ampliado mucho en las últimas décadas. No sólo abarca las obras de arte, los monumentos históricos y los bienes arqueológicos, sino también un espectro mayor que incluye al patrimonio industrial, moderno, urbano, rural, así como las costumbres, creencias, celebraciones, tradiciones, modos de vida y expresiones culturales de carácter inmaterial que solo la transmisión y la tradición mantiene vivas.

Esta diversificación, así como el incremento de las industrias culturales, el turismo y el consabido riesgo de mercantilización del patrimonio cultural, conllevó a la renovación y adecuación del marco normativo. Si bien durante mucho tiempo patrimonio y paisaje fueron términos poco o nada relacionados, hay que recordar que el Convenio Europeo del Paisaje, la Carta de Cracovia y otros documentos echaron luz sobre la necesidad de integrar el paisaje a las políticas de ordenación territorial y a la conservación del medio ambiente y del patrimonio cultural. Este concepto se profundizó en el encuentro realizado en Viena en el 2005, donde apareció, por primera vez, el concepto de Paisaje Urbano Histórico, refiriéndose a los conjuntos, edificios y espacios abiertos que hayan constituido asentamientos humanos a lo largo de un período considerable de tiempo, y cuya cohesión y valores sean reconocidos.

Pensar la conservación del patrimonio en términos de sustentabilidad nos lleva a reflexionar, antes que nada, en la necesaria inclusión de la cultura como facilitadora y motor de un desarrollo sostenible. Esta línea de pensamiento se ha venido desarrollando en declaraciones que desde hace décadas plantearon la preservación del medio ambiente primero y del patrimonio cultural después. Mencionaremos como referencia solo algunos de ellos.

En 1968, la UNESCO crea el Programa del Hombre y la Biosfera, MAB, cuyos objetivos serán tratados en la Conferencia de Naciones Unidas realizada en Estocolmo. En ese contexto se creó el Programa de Naciones Unidas para el Medioambiente, PNUMA.

Luego, en 1972, la Convención para la Protección del Patrimonio Natural y Cultural de la UNESCO traza nuevos preceptos relacionados con el patrimonio de la humanidad y plantea los objetivos políticos, económicos y sociales de las naciones para con ese patrimonio. Si bien reconoce al ser humano en relación con el medio ambiente y marca el inicio de un cambio global en la forma de preservar los bienes patrimoniales, divide estos últimos en dos categorías diferentes: los bienes naturales y los culturales. Veinte años después, al agregar la categoría de Paisajes Culturales (evolutivos, fósiles y asociativos), logrará una visión integral del patrimonio.

El denominado Decenio Mundial para el Desarrollo Cultural (1986-1997) planteado por la UNESCO moviliza a la comunidad internacional a trabajar en la agenda de cultura y desarrollo: reconocer la dimensión cultural del desarrollo, afirmar y enriquecer las identidades culturales y aumentar la participación en la vida cultural.

En el año 2003 se aprueba la Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial, documento que da preponderancia al tema de la protección del patrimonio inmaterial, estableciendo su definición y la importancia de avanzar en la sensibilización y la valoración del mismo.

La Declaración de Quebec de 2008 fue también un hito significativo por la defensa de la interacción entre elementos materiales e inmateriales, recordando que la noción del espíritu del lugar (genius loci) permite comprender mejor el carácter permanente y a la vez vivo y permanente de los monumentos, de los sitios y de los paisajes culturales. Esta resulta una visión más fuerte y dinámica.

Es justo reconocer que la definición de los términos «desarrollo sostenible o sustentable» se formalizó por primera vez en el Informe Nuestro Futuro Común, conocido como informe Brundtland, producido en 1987 por la Comisión Mundial del Medio Ambiente y Desarrollo para las Naciones Unidas. Este informe, que fue presentado en Tokio, adoptó el término inglés sustainable development y explicitó claramente que el desarrollo sostenible se basa en tres factores: sociedad, economía y medio ambiente. Subrayó también la imperiosa necesidad de «satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la habilidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades». Desde la aparición del Informe Brundtland, diversas agencias y actores culturales —especialmente la UNESCO— han trabajado arduamente para integrar la cultura en el desarrollo sustentable. La sustentabilidad, entendida como la armonía entre el medioambiente y el ser humano para garantizar su bienestar, implica que la cultura sea asumida como la base de todos los procesos humanos.

Esa línea se retoma en la Conferencia de Río ‘92 sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo —que dio paso al «Nuevo Desarrollo»—, en la Cumbre de la Tierra en el 2000 —que promovió una visión global de la responsabilidad en la gestión del medio ambiente—, y en el importante Informe sobre Desarrollo Humano que publicó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en el 2004. Estos foros resaltan la necesaria relación de la sustentabilidad con el universo de la cultura, lo que requiere, sin dudas, un cambio de mentalidad y de paradigma. No podemos ignorar que el desarrollo sostenible tiene claramente una dimensión global y una dimensión local, y que se reconoce cada vez más las interacciones entre ellas. Así, en las últimas décadas se ha venido redefiniendo, sin prisa pero sin pausa, el papel de la cultura frente a la economía y al desarrollo. Su contribución como factor de cohesión ante procesos de integración, de diversidad cultural y de igualdad de género, entre otras problemáticas, llevó a promover una perspectiva multilateral que integra las políticas culturales con estrategias de desarrollo y de sustentabilidad.

Patrimonio y sustentabilidad: un maridaje necesario
Es necesario analizar qué posibilidades ofrecen los bienes patrimoniales en relación con la sustentabilidad, ya que el desarrollo sostenible es un factor fundamental dentro de las agendas políticas actuales, que buscan un equilibrio entre economía, sociedad y medio ambiente para lograr el bienestar social. Como sabemos, los bienes patrimoniales son recursos finitos y su carga identitaria y simbólica refuerzan el sentido de pertenencia y el orgullo ciudadano. Esto justifica ampliamente incluir al patrimonio como un pilar más de la sustentabilidad. Al hacerlo, se obliga a los encargados de su tutela y salvaguarda a replantear las formas de gestionarlo ya que deben satisfacerse una variedad de aspiraciones y necesidades artísticas, estéticas, de goce y fruición. Y por lo tanto resulta obvia la importancia de la herencia patrimonial para la cultura, pues como sistema de valores es una fuente de significados que vincula a las personas con los objetos y productos culturales. De este modo, no solo se preservan los testimonios culturales del pasado, sino que además se desarrollan los actuales, mediante la creatividad e innovación.

Si bien hace varias décadas se viene tomando conciencia de la posibilidad real del agotamiento de los recursos materiales, debe redoblarse el esfuerzo en investigar y desarrollar tecnologías alternativas sustentables para aplicar en la conservación de edificios y sitios de valor patrimonial. Al ser limitados, la racionalización de los recursos resulta hoy indispensable.

Llegando a este punto, deberíamos preguntarnos qué subyace bajo esta cantidad de cartas y documentos generados en las últimas décadas, y de los términos que fueron emergiendo: sostenibilidad, sustentabilidad, intangibilidad, valores culturales, desarrollo humano, inclusión social, etc.

Es evidente que vivimos un momento de transición hacia un nuevo paradigma, que nos conducirá a la progresiva diversificación en las formas de valorar e interpretar el patrimonio. De hecho, hay que reconocer que, en un lapso relativamente corto, se ha producido una ampliación de la mirada, ahora más inclusiva pero también más compleja, que demanda armonizar las políticas de planificación y ordenación urbana con las políticas económicas y culturales. Perder estos espacios de oportunidad tendrá como resultado ciudades insostenibles e inviables, y llevará a la desaparición y pérdida irreparable de parte de ese patrimonio que debemos legar como herencia a las futuras generaciones.