Regreso a la casa como refugio
Blanca Sala Llopart
Un punto de vista antropológico
La casa, entendida como el hogar construido, ha tomado diferentes formas en las distintas culturas, respondiendo a diferentes entornos naturales y a diferentes modos de ver el mundo, de organizarse socialmente, de comportarse o de comunicar. Es una muestra y un testimonio de gran valor de la riqueza cultural de la humanidad.
Pero detrás de esta diversidad hay unas características comunes, compartidas. Lo han estudiado ampliamente historiadores y antropólogos mediante el método comparativo. La casa es la materialización de los conceptos de refugio, de centro, de microcosmos, de templo, de ser humano, de herencia, de familia.
La casa no es simplemente un espacio construido que funciona como continente, sino que es un espacio habitado que condensa multitud de contenidos y funciones, y por lo tanto es también un espacio de significaciones. Es lo que distingue la casa humana de los habitáculos o refugios que construyen otras especies animales. La casa humana va más allá de ser un instrumento para la supervivencia y más allá de ser un mero instrumento para la resolución de los aspectos prácticos de la vida cotidiana. La casa no es ni una «máquina para vivir» ni tampoco es una «escultura para vivir», sino que es un «lugar para vivir».
Sin embargo, el modelo de sociedad moderna que surge en occidente a partir de la era industrial rompe con esta concepción. Es el modelo que se ha globalizado y que ha empujado a la sociedad a funcionar a partir del concepto de progreso. Ha priorizado la innovación a la tradición, lo nuevo a lo viejo, el cambio a lo estable, lo efímero a lo permanente, lo aparente a lo esencial, la forma al contenido, lo material a lo espiritual, la acción al pensamiento, lo racional y lo práctico a lo simbólico, la tecnología a lo manual, la cantidad a la calidad, el consumo a la contemplación, el estándar a lo diferente. Y todo esto ha impregnado tanto la casa misma como la manera de vivir en ella.
Este modelo, además, ha tenido otra consecuencia importante: ha priorizado el tiempo en detrimento del espacio. Esto se concreta en que la vida debe vivirse aceleradamente, bajo un concepto de lo que es «aprovechar el tiempo» que implica colmarlo de actividades, unas actividades que mayoritariamente se desarrollan fuera del espacio privado. El disfrutar de la quietud sin estar pendiente del reloj se relega a momentos muy acotados.
En la era digital, a todo esto se le añade otra variable: la expansión del espacio virtual en detrimento del espacio físico. Las personas ocupan muchas horas del día conectadas e inmersas en un espacio virtual a través de un aparato de tecnología digital (teléfono móvil, ordenador, tableta). Lo llamamos «espacio», pero en realidad no tiene una materialidad tangible. Cuando está conectado a este espacio virtual el individuo puede estar en su casa físicamente, pero en realidad no lo está ni mentalmente ni emocionalmente, ya que pierde gran parte de la conciencia de presencialidad en el espacio material en el que está situado.
En el invierno de 2019-20 se extiende la pandemia del coronavirus[1] y esto lleva al confinamiento de la población dentro de sus casas. Es como si el tiempo se hubiera detenido y ahora el protagonista pasa a ser el espacio. En este momento comienzan emerger aquellas carencias y disfunciones que habían quedado escondidas o aparcadas en lo que se refiere al espacio de la casa. Las crisis son encrucijadas que ofrecen la oportunidad de observar y analizar la realidad en la que vivimos para reformularla con el objetivo de mejorarla. Es importante no perder la oportunidad ya que, cuando se vuelve a una situación de calma, la tendencia es volver a aparcar las cosas.
¿Qué ha pasado cuando la gente ha tenido que pasar semanas encerrada en casa? Muchos han buscado una vía de escape en el espacio virtual, pero incluso los más adictos han acabado sintiendo el exceso de la pantalla y se han topado cara a cara con el espacio de su casa. ¿Y qué se han encontrado?
Muchos se han encontrado con que viven en familia las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Las relaciones entre sus miembros se intensifican y toman importancia en un momento en que hay necesidad de recibir un apoyo emocional. La casa se había convertido en una suma de espacios privados individuales y había ido perdiendo el ser un espacio de relación y convivencia. Vuelven pues a tomar importancia los espacios compartidos (la sala de estar, el comedor, la cocina, la terraza), aunque se estén desarrollando actividades individuales. El hogar ha vuelto a ser el apoyo para alimentar los vínculos entre los miembros de la familia. Esto no quita el hecho de que en nuestras sociedades es necesario el mantenimiento de un equilibrio entre la presencia y uso del espacio privado y del espacio público, que durante el confinamiento se ha roto.
También se ha hecho más evidente la vigencia del carácter femenino de la casa y las tareas asociadas a ella, que no parece casar con la idea extendida de que la moderna sociedad occidental ha alcanzado una igualdad entre mujeres y hombres. Habría que hacer una investigación de trabajo de campo para estudiar hasta qué punto los hombres han empezado a integrar este espacio también como propio.
Hasta ahora, a las personas la casa les ha sido útil para las rutinas de su vida cotidiana: descansar, asearse, vestirse para salir a trabajar, cocinar, comer, ver la televisión, guardar sus pertenencias, etc. Pero la casa es mucho más que un objeto práctico y cómodo.
El ser humano no suele pensar de manera consciente en aquellos aspectos o necesidades que no le son tan evidentes. Por ello la herencia cultural los conserva y los perpetúa a través de los arquetipos culturales, de las tipologías constructivas, del lenguaje, de los simbolismos, de los hábitos, de las tradiciones, etc. Pero cuando la sociedad pierde parte de esta herencia —tal como ha sucedido en la sociedad occidental moderna—, entonces muchas de sus necesidades no están cubiertas. Es lo que ha sucedido en el caso de la casa.
La casa en realidad es un refugio, es decir que es un espacio para resguardarse del clima, de los animales o de otras personas, e históricamente también de las epidemias. Y el sentimiento de protección y seguridad no sólo lo da su efectividad material sino otros factores como estar acompañado de otras personas (por eso durante la pandemia las personas que viven solas lo han pasado peor), tener alimentos y las cosas esenciales para sobrevivir (en este sentido ha habido momentos de incertidumbre). La casa no es sólo un lugar donde estar seguro, sino un lugar donde sentirse seguro.
También representa un refugio frente a la actividad y el estrés de la vida en el exterior. Es un lugar de descanso donde reponerse físicamente pero también psicológicamente. Esto implica que haya un fuerte vínculo de identificación entre la persona y su casa, y que este vínculo se vaya alimentando cuidándola y disfrutándola de manera consciente con los cinco sentidos. Además, hay una correspondencia simbólica entre el orden del universo, el orden de la casa y el orden interior de la persona: el orden da sensación de seguridad y de control, y, por lo tanto, de tranquilidad. Hay personas que no han iniciado o no han retomado todo este proceso hasta que se han encontrado con la situación de confinamiento debido a la pandemia.
Tras un sentimiento de claustrofobia y de un síndrome de abstinencia del espacio público de los primeros días, las personas se han ido habituando al espacio de la casa y han establecido un vínculo más estrecho con ella. Han tomado conciencia de su importancia, de su papel vital como refugio y como centro estable de referencia. La comunicación a distancia entre las personas, por ejemplo, se establecía de casa a casa, cada uno desde su centro.
En la sociedad, cuando hay una pérdida, una carencia o un desequilibrio que afecta a las necesidades estructurales, la situación se puede sobrellevar durante un tiempo; pero tarde o temprano encuentra el modo y la brecha de oportunidad para hacerse oír.
[1] La autora se refiere al invierno boreal (N. de la E.)