La normalidad no es destino
Leonardo Giaimo
Una mirada queer sobre el urbanismo en tiempos de cuarentena.
Aprovecho este espacio para compartir algunas ideas alrededor de los puntos de intersección entre arquitectura, urbanismo y activismo, en contexto de cuarentena. ¿Qué aportes podemos realizar desde la perspectiva LGBTI+ al urbanismo? ¿Qué prácticas en el habitar se sostienen en la nueva normalidad, en las ciudades post pandemia? ¿Cuál será el lugar de nuestras identidades en ella?
Debo aclarar antes de continuar que estas ideas las entiendo comunitarias, que hay una cierta ética de construcción colectiva que comparto y, privilegios mediante, quienes conservamos servicios de redes con los cuales sostener la conexión, pudimos participar en vivos, zooms y otras virtualidades formadoras vinculadas especialmente, en este caso, al urbanismo en clave feminista. Desde los feminismos hay advertencias muy específicas acerca de lo urbano, lo construido y lo ideal, lo futuro: ¿cómo deberían ser las ciudades para ser accesibles y seguras para todas las personas? ¿Cuáles son las desigualdades que enfrentan las mujeres en la ciudad? A esos aportes nos vinculamos desde la perspectiva de las disidencias sexuales.
Y estos discursos se vieron potenciados porque la propia vida urbana, tal como la entendíamos, fue puesta en crisis por el virus y la estrategia de salud pública de aislamiento social, preventivo y obligatorio (ASPO).
Tener una casa fue el primer privilegio indispensable que, desde nuestra comunidad, advertimos que no todas las personas que la conformamos podríamos cumplir. Los pocos informes que dan cuenta de la realidad de las personas travestis y trans que habitan nuestras ciudades, visibilizan la exclusión estructural a las que el estado y la sociedad han relegado a las personas que habitan una identidad trans o por fuera del binario hombre/mujer. ¿Cuáles son las consideraciones específicas a tener en cuenta a la hora de incluir en políticas habitacionales a las personas travestis, trans y no binaries? ¿Cuándo van a realizarse estadísticas públicas desde las instituciones de gobierno pertinentes que den cuenta de la situación, en pos de comenzar a dar soluciones habitacionales y de inclusión en la ciudad a estas personas? ¿Cuándo vamos a dejar de encuestar/censar en términos binarios excluyentemente?
Quienes contábamos con vivienda, y como la cuarentena comenzó con un otoño con aires primaverales, los primeros días los transcurrimos prácticamente en el balcón, elemento voladizo que se vio súbitamente transformado en extensión semi-cubierta de todas las funciones de la vida doméstica que ahora, forzadamente, hacíamos caber allí «afuera» (hubieran estado proyectadas en su uso o no). Una nueva función simbólica que adquirieron los balcones, especialmente los frentistas, fue la de proyectar la vida «íntima» sobre la vía «pública». Corridas todas las fronteras, la vida privada se encontró expuesta y compartida masivamente. En ese espacio se desdibujaron, como nunca, los límites de la propiedad y la privacidad, y aunque técnicamente el balcón se proyecta sobre la línea oficial, siempre fue como «hacer trampa» y estar en la calle (o sobre ella), pero ahora que la calle era territorio del deseo, la sensación de habitarla calmaba la ansiedad.
Desde los balcones comenzamos por observarnos: quién aplaudía a las nueve y quién no; quién «caceroleaba» y quién no. Nos íbamos marcando. Desde nuestro balcón, con mi marido, advertimos que esta exposición era también como la que practicábamos en la calle al ir de la mano o demostrarnos afecto en la vía pública, visibilizábamos que en este balcón hay una familia de dos hombres, casados en primeras nupcias, eso sí, porque accionamos una ley que reparó casi ciento cincuenta años de diferencia con el matrimonio civil heterosexual. Entonces este dispositivo arquitectónico (el balcón) que se convierte en pantalla, proyecta una domesticidad diversa, otros modos de habitar. Y pese a que lo público siempre tuvo esa condición de compartido, las «buenas costumbres» fueron el prejuicio mediante el cual a ciertas prácticas de la vida se las mantuvo en la clandestinidad, a las manifestaciones afectivas «desviadas» se las sostenían únicamente «entre cuatro paredes», «puertas dentro», «no enfrente de los niños» (¡cuántas metáforas de segregación tienen lenguajes espaciales!). Ahora estábamos encerrados por obligación e independientemente de nuestras orientaciones e identidades.
Más allá de este período, en realidad la calle nunca fue para todes, aunque el ASPO nos iguale temporalmente e inclusive lo podamos leer como un ejercicio colectivo de empatía, la calle siempre fue territorio en disputa. Cuando digo todes me refiero especialmente a las personas que la deseamos habitar de acuerdo con la identidad y la expresión de género con la que nos percibimos, independientemente del sexo que nos asignaron al nacer y los parámetros normativos que imperan y adoctrinan nuestros cuerpos urbanos. Vivir y habitar libremente de acuerdo a nuestro género autopercibido, atenta la Ley 26743 y acorde a la afectividad y sexualidad que nos place. Ese derecho es restringido en la ciudad por barreras físicas y simbólicas que nuestras prácticas y profesiones reproducen: la arquitectura y el urbanismo son ejercidos con sesgo, no son neutrales. Para poner un claro ejemplo, pensemos las fronteras en las que se convierten las puertas de los sanitarios públicos identificados únicamente por sexo y en clave binaria: hombre o mujer. La ciudad está completamente programada en pares dicotómicos: público/privado, productivo/reproductivo, natural/artificial… ¿Hay una planificación urbana más allá del binarismo? ¿Cuáles son las categorías que usamos para abordar el proyecto urbano? ¿Qué categorías son excluidas de las consideraciones a la hora de hacer ciudad?
Esta «nueva normalidad» puede ser una oportunidad de revisar las prácticas.
En la normalidad, las disidencias recibimos insultos y violencias en la vía pública porque aún faltan acciones positivas que eduquen contra la discriminación; en la normalidad, las personas no binarias y trans vemos siempre comprometido el derecho a la ciudad porque para acceder a ella hay que usar máscaras (anteriores a los barbijos) que nos «disimulaban» en el entorno y con los que esquivamos algunos golpes; en la normalidad, las personas LGBTI+ no pudimos habitar nuestras afectividades en la calle, porque siempre hubo alertas y estigmatización sobre nuestras sexualidades y transitamos solamente un recorte del espacio público, con suerte, a determinadas horas y en determinados lugares para andar con cierta sensación de seguridad. En la normalidad nos expulsaron del hogar al manifestar nuestras identidades y orientaciones, negándonos también el espacio privado. Ante el rechazo planteamos que lo personal es político y problematizamos nuevamente algunas categorías establecidas, conceptos que también pueden ser leídos en clave urbana.
¿Qué podemos hacer desde nuestras prácticas para alcanzar la igualdad? ¿Cómo podemos evitar reproducir barreras físicas y simbólicas en la ciudad? ¿Quién(es) y para quién(es) van a diseñar las ciudades post pandemia?
Comparto el deseo de retornar pronto a otras distancias, de recuperar los espacios prohibidos y volver a esas estructuras físicas que nos daban soporte, pero espero que la reflexión haya cambiado los paradigmas para que no repitamos las mismas lógicas. Físicamente el espacio urbano será el mismo, no volvamos a habitarlo como antes, volvamos mejores. Que la normalidad no sea destino.
Queer: término «paraguas» para nombrar identidades, teorías y prácticas que cuestionan lo establecido desde una perspectiva de políticas y estudios de género.