Sin transiciones

Carolina Kogan

viernes, 8 de enero de 2021  |   

Ilustraciones de Nicolás Arispe


Me despierto, en general, más tarde que antes (¿ahorro? el tiempo de viaje al trabajo). Pero el tiempo, paradójicamente, se ha comprimido. Mientras desayuno, abro la computadora: estoy en un aula virtual. Un aula estallada entre los hogares de los estudiantes y mi propia casa; fragmentos que se reconstruyen en el plano de la pantalla. Sin las excusas por el tránsito, la puntualidad inglesa marca el ritmo de estos encuentros. En este caso, se trata de un taller de proyecto. El tema es un pequeño conjunto de viviendas, pegado a la villa 1-11-14: un sitio que la Facultad había elegido antes de la pandemia y en la que todos los cursos debimos trabajar. Como en cursos anteriores, hablamos de espacios intermedios, de las gradaciones entre los espacios exteriores e interiores, entre los públicos y privados, los sociales y los íntimos. Compartimos fotos de maquetas construidas en soledad; maquetas que por supuesto no podemos manipular. En medio de la clase, escucho la voz de mi vecino de nueve años, que me informa desde su terraza que mi gata —que antes se había paseado delante del curso— se fue por el techo. Sin embargo, lo que interrumpe la clase la mayoría de las veces es nuestra pésima conexión a internet. 

Vuelvo a los temas de la clase y pienso cuánto se han resignificado: la importancia de los umbrales, de todas esas gradaciones; pero sobre todo pienso en la fortuna de tener una casa con los servicios básicos y en la desigualdad de un aislamiento en una pieza hacinada y precaria en esa villa contigua al edificio que los estudiantes proyectarán. Desigualdades que la pandemia expuso descarnadamente, pero que ya existían. Mi hijo irrumpe en los últimos diez minutos del taller y me recuerda que hay que almorzar. Por las próximas horas, el cuartito será el aula de mi compañero. Compartir o no la casa con otros también vuelve diferente esta experiencia. Cierro la pantalla y bajo una escalera: en este contexto, la separación entre el cuartito donde damos clases del resto de la casa, se ha vuelto fundamental. Esos escalones separan a la clase del juego en el piso que comienza inmediatamente. 

El almuerzo es, como no llueve, en la terraza. En una casa sin ventanas a la calle y metida en el centro de una manzana sin pulmón, la terraza nos conecta con ese mundo vital que sigue —al menos en apariencia— inalterado. Un mundo conformado por el sol —que lamentablemente es eclipsado pronto por un edificio—, la luna y las plantas que, como en cada primavera, ya empiezan a perfumar. Viene a mí la Carta de Atenas: no sólo por la asociación entre ciudad y enfermedad —que ya no me resulta tan metafórica—, sino por las «materias primas» con las que pretendía redefinir el urbanismo: el sol, el verdor y el espacio. Me adelanto a una clase que pronto volveré a dar: es sobre cómo las ideas positivistas permearon en la «arquitectura moderna» conformando espacios abstractos, mecanizados y medicalizados. Me digo que debería revisar esa clase ante este nuevo higienismo. Releer «La máquina de habitar» de Ábalos (el capítulo de La buena vida que damos como bibliografía) no será igual este año. Reconsidero una de sus observaciones sobre el vidrio: es cierto que este material que deja ingresar la luz, también expone lo privado, anula lo doméstico y castiga lo íntimo. Pero hoy, esa exposición se da con una intensidad insospechada en la multiplicación de espacios virtuales que habitamos, que capturan fragmentos de nuestras habitaciones y exponen los documentos olvidados en el «escritorio» cuando compartimos pantalla. 

El almuerzo en la terraza es un picnic vacacional en medio de la angustia. La terraza es, además, el lugar para conversar con los vecinos: de terraza a terraza, compartimos impresiones, juegos y comida. Como está soleado, salimos. Rodeamos la primaria N°22: el Zinny, tan bello como antes pero sin vida; museificado sin los niños en su jardín circular. Andamos por una sucesión de manzanas tallarín, esquivando vecinos cuyas caras están parcialmente tapadas, como las nuestras: las calles que tantas veces caminamos —aunque nunca tanto como ahora— se ven calmas y amenazantes a la vez. Llegamos finalmente al parque, y pienso en lo aún más necesarias que se han vuelto estas arboledas en medio de la ciudad. Pero tampoco el parque es el mismo: hasta hace poco, los bancos estaban encintados y los juegos aún siguen cerrados. Ahora el parque no propicia el encuentro con los demás; tan sólo podemos circular. La ciudad en aislamiento es ante todo una ciudad en la que tenemos que evitar a los otros. Especulo con cómo reinventar los espacios para volver a encontrarnos. 

El trabajo en casa ciñó la ciudad a estas pocas cuadras a la redonda. Ampliar ese límite hoy requiere de un auto; una necesidad que contradice todo lo que deseábamos para la ciudad: un buen sistema de transporte público. Y el privilegio de tener un auto, no es sólo la posibilidad de extender el espacio urbano. También pasó a ser, en muchos casos, un espacio que amplía la casa: para ser consultorio o para mantener una conversación privada. Porque la privacidad escasea en las casas donde se convive: debe inventarse en balcones, baños, o cualquier habitación con puerta o lo suficientemente alejada. Me acuerdo de las preguntas que Leticia Gambina compartió conmigo: 

¿Cómo construir otro lugar en un mismo lugar? ¿Cómo habitarlo con otros seres, con su presencia constante? ¿Cómo armar lo íntimo y lo privado con otros merodeando alrededor? […] En momentos de aislamiento, eso que es llamado casa, ya no es lo mismo. Casa es aquello que sirve de morada, de resguardo, aquello que aloja y separa el afuera del adentro. Pero ahora, el afuera y el adentro están trastocados. ¿Cómo construir un afuera dentro de nuestra propia casa? [1]

Al entrar, nos sacamos las zapatillas, las camperas y los tapabocas en el pasillo, y los acomodamos en un mueble que armamos ad hoc en este umbral. Nos dirigimos, sin tocar nada, al baño: allí acontece el quirúrgico ritual de lavarnos las manos. Abro la computadora nuevamente, ahora para ingresar a una reunión: participo en voz baja porque mi hijo duerme la siesta a unos pocos metros. Se despierta, vuelve el juego y su hora del baño: momento para retomar esas conversaciones diferidas de WhatsApp. Respuestas pendientes que se acumularon durante el día y que llegarán con esa acústica tan propia del espacio de aseo, a veces con mi voz entremezclada con el ruido del agua. Charlas sobre asuntos laborales y también con amigos que extraño. Gracias a esas conversaciones, sé que otras casas ahora albergan oficinas de juzgados, talleres textiles, cocinas donde se hace comida para vender, aulas, gimnasios. Ante lo inmutable de los edificios, esas transformaciones se dieron, en el mejor de los casos, habitando algún cuartito donde antes se amontonaban cosas pero, en general, corriendo muebles a lo largo del día, improvisando mesas, armando rincones.

Cena y las últimas tareas en el silencio de la casa: escribo. Luego arrancará todo otra vez, quizá modificando el orden por el horario de las clases: esos cronogramas que no se detuvieron sostienen, en nuestra casa, la división del tiempo que diferencia los días.

Es cierto que estas escenas ya se sucedían antes del aislamiento. Pero se sucedían organizadas en espacios específicos, sin este solape entre la vida familiar y la vida social: algunas transcurrían en casa, pero muchas otras afuera, en compañía de otros. Pero sobre todo, se sucedían mediadas por transiciones: el viaje que implicaba ir de un sitio a otro nos preparaba para un momento diferente, aún cuando el viaje resultara tedioso o claustrofóbico. Y además, esos viajes significaban, en especial para los que vivimos con otros, momentos de intimidad: caminatas, viajes en subte, esperas, eran —como advirtieron Baudelaire o Simmel— momentos de soledad paradójicamente surgidos en medio de la multitud metropolitana; esa misma multitud que ahora tenemos que evitar.  


[1] Leticia Gambina: «Cuarentena», marzo 2020.