Viaductos elevados
Dhan Zunino Singh
El paisaje cotidiano y relacional de las infraestructuras de transporte. La mirada de los vecinos y los usuarios. La memoria de las heridas urbanas.
Las vías elevadas en Buenos Aires pueden rastrearse desde el siglo XIX con el viaducto del Ferrocarril Ensenada, en esa ciudad efímera y de campaña. Efectivamente, la vida de aquella vía fue efímera, hasta que la Municipalidad exigió a los ferrocarriles elevar sus vías o ponerlas en trinchera. Las razones fueron siempre que el ferrocarril constituía una barrera para la expansión urbana; entendiendo no sólo la edificación sino, fundamentalmente, la circulación por las calles.
Si por un lado se reconoce que la expansión se debe en cierta medida a los ferrocarriles, éstos fueron adquiriendo. al mismo tiempo, la imagen de barrera. En EEUU, el fenómeno se denomina ferrofobia, una fobia alimentada por la mirada del automovilista. En Buenos Aires la ferrofobia llegó antes que el automóvil: En 1886, desde una mirada urbanista municipalista, se descartó la idea de los sistemas elevados por razones estéticas (afectaba la vista de la calle y las fachadas de las edificaciones). También se esgrimieron razones higiénicas (tapaba la luz del sol y evitaba la libre circulación de aire), aunque resultara más económico que un subterráneo, sistema que prevaleció. No obstante, Buenos Aires tuvo sus viaductos por Palermo o Barracas, y más tarde en Sarandí.
Más de cien años después vemos surgir en Buenos Aires, como trabajos complementarios al RER, la elevación de las líneas ferroviarias en viaductos que alcanzan hasta los 10 metros de altura sobre el suelo. Un nuevo paisaje posible es el de la «liberación de calles», como reza la publicidad oficial de quien financia la obra (AUSA). Ésta es la mirada desde el automóvil. Y en los medios de comunicación circulan videos desde la ventana del tren.
Pero, ¿cuál es la mirada de los vecinos de esos barrios? Seguramente habrá quienes entienden que sus barrios se ven atravesados por una mole de concreto que parece una autopista (memoria de las heridas urbanas anteriores), quienes temen a lo que suceda bajo los viaductos; temores de una ciudad desigual. La fobia al viaducto está alimentada por el paisaje local, horizontal y fijo del vecino o peatón, frente a una infraestructura que es translocal; porque el ferrocarril, siendo siempre el mismo, atraviesa varias localidades. Esa es su tensión constitutiva.
¿Cuál es el paisaje para los pasajeros? Allí creo que es donde el paisaje transitorio o pasajero es una ganancia si lo comparamos con la otra opción que normalmente se promueve para eliminar la barrera ferroviaria: el soterramiento. Privar de una vista panorámica a los pasajeros es privarlos de una experiencia más placentera de viaje, porque no se trata de la «belleza» de la ciudad que se percibe sino de la entrada de la luz solar o el juego de luces nocturnas, de una apertura visual que el tedio del túnel no permite; sin mencionar el paisaje cinético como forma de confort. Las encuestas del uso del tiempo en el viaje ferroviario arrojan que la mayoría mira por la ventana o descansa en su viaje, aunque nuestra impresión sea que vamos imbuidos en nuestros celulares. ¿Por qué no permitirle la mirada panorámica al pasajero metropolitano que viaja horas para sobrevivir en la urbe? Porque prevalece una mirada localista, fija, fragmentaria sobre la infraestructura ferroviaria, no sólo desde los habitantes sino desde los expertos.
Insisto en que ese paisaje local necesita una fuerte intervención del diseño, para realizar infraestructura de espacios públicos y habitables. Y un rol de la gestión para mantenerlos. Pero también es necesario comprender que la infraestructura es relacional y hay varios puntos de vistas y, por lo tanto, varios paisajes involucrados.