Géneros, sexualidades y espacio en trama: un debate pendiente en Argentina
Martín Boy
El espacio público de las ciudades puede pensarse de diversas maneras: desde la dimensión física, desde la simbólica, desde el (des)encuentro de los diferentes grupos, desde el movimiento o circulación, entre otras posibilidades. Pero… ¿qué implica (re)pensar las ciudades desde el género y la sexualidad?
Si bien las miradas teóricas que vinculan al género con el espacio aún no son perspectivas hegemónicas en la academia, los aportes de ciertas autoras feministas permiten dar cuenta de cómo estas dos variables actúan en forma articulada. Una de las pioneras en trabajar esta relación fue la geógrafa Doreen Massey, quien desde la década de 1990 dio cuenta de cómo los espacios, los lugares y los sentidos que tenemos sobre estos se estructuran sobre la base del género. El espacio público fue concebido por y para los varones, a fin de favorecer el desarrollo de actividades realizadas habitualmente por ellos. Este punto de partida, según la autora, implica que ciertos espacios estén vedados simbólicamente para las mujeres al provocar la sensación de que no les pertenecen o, en sus palabras, «que habían sido diseñados para hacerme experimentar, sin lugar a dudas, mi subordinación previamente estipulada» (Massey, 1994, p. 185). La planificación del espacio desde la gestión pública y desde las/os urbanistas es determinante para pensar el espacio concebido, al decir de Lefevbre (2013). Quiénes lo construyen primero en el plano de las ideas y luego en soporte material y, sobre todo, para qué tipo de público destinatario lo piensan, es una de las preguntas que el feminismo ha comenzado a poner sobre la agenda desde la década de 1990. Lefevbre, a partir de su tríada conceptual, nos permite problematizar el espacio como un producto social, es decir que su abordaje debe incluir las prácticas, relaciones y las experiencias sociales de los grupos, no es solamente pensar al espacio como un soporte o un lugar donde suceden los hechos. Tal como plantea Torres (1993), «la estructura espacial no debe ser vista solamente como la arena en la cual la vida social se desarrolla, sino como el medio a través del cual las relaciones sociales se producen y reproducen» (p. 4). La afirmación de Torres habilita a pensar la resignificación, reapropiación y disputas que los grupos sociales protagonizan. Siguiendo esta línea, ¿qué implica problematizar la masculinización del espacio público? En junio de 2015, el movimiento Ni Una Menos en la Argentina organizó la primera manifestación en diferentes ciudades del país para reclamar por la violencia de género y por los femicidios perpetrados en todo el territorio nacional. Solo en la Ciudad de Buenos Aires, las organizadoras estimaron que trescientas mil personas asistieron (Iglesias, 2015), cifra que fue multiplicándose en cada nueva edición. La nacionalización de la protesta y su réplica en diferentes ciudades de la región latinoamericana y a escala global, colocó en el centro de la agenda la necesidad de abordar la violencia contra las feminidades desde la política pública. La toma del espacio público en espacios centrales no fue un dato menor. Las manifestaciones en general se realizaron frente a espacios políticos que deberían responder a la demanda social con el desarrollo de nuevos marcos normativos y/o lanzamiento de políticas públicas. En esta línea, los espacios aledaños a los parlamentos y los edificios municipales fueron los lugares elegidos para manifestarse. En estas circunstancias particulares, el espacio público central se feminizaba poniendo en tensión el carácter masculinizado habitual. De acuerdo con lo expuesto anteriormente, y según relevamientos realizados, en la Ciudad de Buenos Aires solo el 3% de las calles y/o avenidas cuenta con un nombre de mujer (Nueva Ciudad, 2017). Es decir, 59 calles de un total de 2165. En otras ciudades como París, esta cifra desciende al 2,7%. A su vez, pocas son las instituciones públicas y/o privadas que cuentan con un nombre femenino. Y cuando eso sucede, son nombres asociados a las vírgenes católicas (Clínica Santa Isabel, Hospital Santa Lucía, Hospital Santa María, entre otros ejemplos). Además, usualmente, ciertas instituciones asociadas a tareas de cuidado, como escuelas o de uso exclusivo de mujeres (Parador Azucena Villaflor, por ejemplo) llevan nombres femeninos. A pesar de que la práctica de la enseñanza es ejercida mayoritariamente por feminidades, solo 35 de las 438 escuelas primarias de la Ciudad de Buenos Aires cuentan con nombres de mujeres (La Nación, 2004), es decir, el 7,99%. Los datos dan cuenta de una ciudad que al menos está funcionando en dos velocidades. Por un lado, una ciudad construida que da pruebas contantes de cómo el espacio se (re)produce en forma masculinizada y, por el otro, grupos protagonizados por mujeres que se reapropian y resignifican el espacio en pos de la conquista de nuevos derechos y de transformaciones culturales y estructurales de fondo. Estas resistencias dan cuenta de cómo el espacio concebido por géneros a partir de contenidos patriarcales ya no son obstáculos para ellas a la hora de subvertir el orden y crear una ciudad más equitativa, democrática, plural e igualitaria. Bibliografía |