Palabras buenas

Tomás Abraham

miércoles, 3 de noviembre de 2021  |   

¿Por qué se usa la palabra equidad y no igualdad? Quizá porque es más suave, menos problemática, y porque no debe haber nadie en el mundo que se oponga a que haya un mundo más equitativo. Pero desigualdad es una palabra frecuente, bien amortizada. Nadie desconoce que la desigualdad es universal, y aquí sí, el término cabe: se dice «desigualdad», no inequidad. Equidad opuesta a desigualdad.

Equidad es un valor moral asociado a la justicia. Digo valor moral, aunque se diga social, económico, político, porque su base es moral. Como también lo es el orden jerárquico de un régimen autoritario por el que cada uno debe estar en el lugar que le corresponde según las abscisas que separan el arriba del abajo, la obediencia del imperio. 


Serie Mujeres en obra. Foto: Laura Nazar.

Equidad es una palabra buena; así como hay malas palabras, las hay buenas. Más aún, las malas palabras ya no existen, lo que existe es lo políticamente incorrecto. Doy fe. Editores que permiten escribir a un columnista que el presidente es un idiota porque se mandó una cagada, me pidieron que elimine de un escrito autobiográfico que mi padre en su juventud rompió el noviazgo con mi madre porque estaba gorda, que un empleado de mala onda de la embajada rumana era un psicótico, que el equipo de Boca jugaba mal porque tenía once muertos, y que en los cuentos de Kafka había topos, chinos, cucarachas y bedeles. Gordura en mujer no se permite porque es un estigma físico, psicótico tampoco porque desprecia a un enfermo, muertos no, nunca supe por qué, lo reemplacé por «troncos», y me solicitaron con amabilidad si podía separar de la lista temática kafkiana a chinos de cucarachas: el racismo está prohibido, con lo que me planteaban un problema porque quedaban los bedeles al lado de las cucarachas, pero comprendía que había una diferencia geopolítica a tomar en cuenta. 

Una palabra fea –hay palabras feas, son palabras de poco uso que funcionan como insultos– es meritocracia. La condena a la política de méritos es que si no se parte de las mismas condiciones no es lícito pedir y calificar resultados. A desigualdad de puntos de partida, igualdad de resultados. Buen ejemplo de lo que algunos llaman equidad. Los puntos de partida nunca son los mismos, y no solo por la pobreza; la llamada pobreza, y digo llamada porque «los pobres» han dejado de ser personas a las que no les alcanza el dinero para llegar a fin de mes o tener una vivienda digna, sino una categoría o casta social de gente buena a la que se le tiene lástima y que le sirve a políticos y a la clase media para lavar culpas. O digamos pecados, para estar más afín a nuestra idiosincrasia.

La inequidad de puntos de partida es lo más usual, no solo por la desigualdad social sino porque nació mi hermanito que duerme en mi cuarto y no me deja concentrar, porque nos tuvimos que me mudar a un lugar con paredes muy anchas y mala conexión, porque mi mamá no me ama, y porque Juancito tiene oído absoluto y no es justo que saque un diez en la clase de música. Para adjuntar un dato personal, el único aplazo que tuve en la secundaria fue en dibujo y de nada sirvieron las excusas por ser un zurdo reformado de acuerdo a las crueles técnicas disciplinarias habituales en la década del cincuenta del siglo pasado que me hizo inhábil para la motricidad fina: el tres en rojo sangraba en mi libreta.

Otra palabra fea es competencia. En deportes se dice «lo que importa es competir», en la vida laboral lo que importa es no competir. ¿Por qué? Porque se puede ganar, y ganar está mal, perder no tanto, porque el que pierde da pena, y hasta tiene charme. Al menos entre nosotros que somos un país igualitario en sus principios, no como los yanquis para quienes la palabra looser no tiene ningún residuo romántico.

El problema es que, en una economía de mercado, en un sistema capitalista, la competencia implica pluralidad; es una forma de democracia algo extraña, pero tiene las reglas de toda democracia: muchos en conflicto de acuerdo a marcos regulatorios que impiden la dictadura, que en economía es igual a monopolio. 

Hasta la fecha nadie ha inventado una organización no competitiva –ni siquiera la feudal–, en la que unos vasallos son mejores que otros; y menos la comunista en la que nomenklatura es un desguace en el que gana el mejor adulón. 

¿Está mal la equidad? ¿Está mal que las arquitectas ganen lo mismo que los arquitectos? ¿Está mal que Naomi Osaka gane lo mismo que Novak Djokovic? La respuesta a la segunda pregunta es obvia: está bien, las mujeres tienen la misma capacidad que los hombres, es un dato científico, y la moral suele no desatender a la ciencia. Por la ciencia o por el movimiento me too, hay cada vez más mujeres al frente de estudios de arquitectura como de naciones. Para responder a la pregunta sobre Osaka- Djokovic, no sé. En el deporte se paga de acuerdo a lo que se genera. Varón que genera más dinero que mujer, gana más. Pero si se considera lo contrario, que es una cuestión cultural, y aunque Djokovc le gane a Osaka 6-1 6-1, si eso no debería reflejarse en dinero, no me opongo, aunque Djokovic se oponga.

Resumamos. Equidad no es igualdad, un mundo de iguales solo se ve en los cementerios. Y para eso siempre hay tiempo, para algunos cada vez menos. Que en la vida cada ser sea singular a pesar de las especies, es algo destacable, y bello. Que seamos individuos y no clones, es una situación quizá transitoria de la que espero que la humanidad pueda gozar mucho tiempo.

Y considero que hay una palabra que falta, una que inventó Hegel: «reconocimiento». El tema está desarrollado en su obra La fenomenología del espíritu, en las secciones en las que las consciencias se enfrentan y se miran. En sus magníficas escenas conceptuales, se entabla una lucha para que la mirada del otro no me convierta en un objeto, en una cosa, sino que me reconozca en mi libertad, en mi condición de sujeto. Pero para eso debo yo mismo reconocerle su misma condición de sujeto libre, lo que siempre es un riesgo. No es ningún halago ser reconocido y valorado por una mascota, es un penal sin arquero; lo riesgoso es que un sujeto por su libertad puede no mirarme y mirar a otro. Los celos también existen en el mundo de las ideas. 

Ser reconocido es un asunto de dignidad, de hacerme valer. Si estudio, quiero que el profesor reconozca mi trabajo. Si entrego un buen proyecto espero que el cliente me manifieste su conformidad. Los premios, las notas, los salarios, si están desnivelados por los merecimientos no solo están bien, sino que, en caso de eliminarlos, humillamos a todos; mejor no hacerlo en nombre de la equidad.   

Por último, recuerdo otro concepto, «la mala fe», de Sartre. Hablamos de equidad y de pobreza para ignorarlas mejor. Nuestra sociedad, y nuestra cultura, pletórica de moralismos, usa el lenguaje moral con fines catárticos para dormir mejor y despertarse como siempre. Sartre inventó el término para mostrar un modo en que la argumentación funciona como excusa.

Es imposible eludir esta trampa semántica. Desde el 2001 nuestro país ya no tiene rincones de miseria: se le ha metido en su mismo centro. La pandemia lo ha acentuado. Se impone el tema de la equidad, para mí también; quizá con la diferencia de que estimo que no tiene solución. Es feo, malo e incorrecto decirlo. Cada vez que escucho la palabra «inclusión», supongo que habrá un desocupado más. No tiré la toalla, simplemente la puse a ventilar. 

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