El otro en la arquitectura*

Víctor Álvarez Rea

viernes, 6 de diciembre de 2019  |   

Como principio filosófico, la alteridad[1] le propone al sujeto que considere la existencia y valor de otras perspectivas, además de las propias, y por tanto, que alterne o cambie sus puntos de vista, concepción del mundo, intereses e ideología por los del otro. Su uso actual se debe a Emmanuel Levinás, en una compilación de ensayos, cuyo título es Alteridad y trascendencia.

En general, en su vida cotidiana y en el marco de sus interacciones, los seres humanos pre-establecen imágenes sesgadas de personas y culturas, teniendo en cuenta solo sus propios parámetros.

El término alteridad se aplica al descubrimiento que el yo hace del otro, cuya consecuencia es el surgimiento de una amplia gama de imágenes de éste, del yo y del nosotros, antes insospechadas. Implica necesariamente un marco de acercamiento, diálogo y entendimiento. El Otro como el distinto, el diferente, el extraño, es un tema vigente en la historia de la cultura que —desde Sartre, pasando por Marc Augé y Emmanuel Levinás— intenta ser comprendido y abordado desde distintas miradas.

La definición de Esteban Krotz nos permite ahondar en tanto expone: 

«Esta alteridad u otredad no es sinónimo de una simple y sencilla diferenciación. No se trata de la constatación de que todo ser humano es un individuo único y que siempre se pueden encontrar algunas diferencias comparado con cualquier otro ser humano, la misma constatación de diferencias pasajeras o invariantes de naturaleza física, psíquica y social depende ampliamente de la cultura a la que pertenece el observador. Alteridad significa aquí un tipo particular de diferenciación. Tiene que ver con la experiencia de lo extraño».[2]

En arquitectura, el Otro por excelencia es el cliente. El encuentro entre éste y el arquitecto se realiza a partir de una necesidad mutua. El primero, en la búsqueda de asesoramiento profesional para la espacialidad que desea habitar, la finalidad externa[3]; el segundo, en tanto actor social que representa el saber en ese campo.

No hay certezas sino incertidumbres permanentes en este recorrido. El arquitecto está situado no solo proyectando o dirigiendo una obra, sino trabajando en esa relación que muchas veces, sin embargo, se transforma en un desencuentro.

Esta situación alimenta su fantasía de prescindir de su interlocutor. La posibilidad de incluir la mirada de las ciencias humanas y sociales y también de otras disciplinas, enriquece nuestro pensamiento y evita el riesgo de quedar sumergidos —y limitados— en las propias leyes de la profesión.

Desde un enfoque antropológico, no se puede pensar al hombre sin incluirlo en un colectivo[4], sin pensarlo en relación con los demás, en un vínculo que no es solo vivido, sino también creado.

A su vez, teniendo en cuenta la óptica de la psicología social y según la definición de Ana Quiroga:

«… la psicología se define como social a partir de la concepción del sujeto, que es entendido como emergente, configurado en una trama compleja, en la que se entretejen vínculos y relaciones sociales. Según el planteo de Enrique Pichón Rivière la subjetividad está determinada histórica y socialmente, en tanto el sujeto se constituye como tal en procesos de interacción, en una dialéctica o interjuego entre sujetos, de la que el vínculo, como relación bicorporal y el grupo, como red vincular, constituyen unidades de análisis. El sujeto aparece entonces bajo un doble carácter; como agente, actor del proceso interaccional, a la vez que configurándose en ese proceso, es decir emergiendo y siendo determinado por las relaciones que constituyen sus condiciones concretas de existencia».[5]

La arquitectura se configura en este proceso de interacción arquitecto-cliente, que se puede pensar como una unidad de análisis, inmersa en la complejidad de los vínculos sociales (familia-vecinos-cuadra-barrio-ciudad-provincia-país).

Aquí entonces, el concepto de imaginarios sociales urbanos estaría aportando un punto de apoyo para poder entender el entramado en el que se mueve este Otro-cliente, a la vez que esta misma trama configura y sostiene al arquitecto.

La mirada de Isidoro Berenstein define tres modalidades de relación: estar juntos, es la mejor manera de ser uno con otro en el conjunto […]; estar relacionados es reunir las cualidades de ambos en forma sumatoria; y estar vinculados es el resultado de una operación por la cual a partir del conjunto cada uno es alguien distinto que dejó de ser lo que era.

«Los arquitectos deberían conocer estas distintas maneras de configurar las relaciones familiares y cómo diseñan el espacio…».[6]

El desafío de internarse en esa interacción pone en juego lo que, en términos de su psicología social, Enrique Pichón Rivière denomina miedos básicos, al ataque y a la pérdida. Miedo al ataque de lo nuevo que, al ser desconocido, desorganiza el orden del mundo interno propio, en tanto conocedor de una disciplina reconocida socialmente; y miedo a la pérdida de lo conocido, de lo que hasta ese momento estructura la personalidad e identidad del sujeto, a cambio de algo aún por conocer.

Pero también, esa desestructuración a la cual se teme es la misma que enriquece la tarea. El intercambio permite construir un discurso arquitectónico basado en las reales formas de vida y de habitar del cliente.

Los desencuentros pueden producirse a partir de la imposibilidad de interactuar, de una o de ambas partes.

Una postura flexible nos dará mayores posibilidades de encontrar respuestas frente a quien se nos presenta, a veces, como indescifrable.

Entrenar la curiosidad y el interés por el cliente predispone al diálogo, al intercambio. Esta perspectiva de mutua valoración, respeto e inclusión se aprende, se construye.

«[La] interacción implica procesos de comunicación a la vez que fenómenos de aprendizaje, en tanto se da una modificación interna en cada uno de los actores, esta modificación es emergente del reconocimiento del otro, de su incorporación, lo que tendrá por efecto un ajuste —en mayor o menor grado— del comportamiento de ambos a esa nueva realidad que significa la presencia concreta del Otro».[7] 


[*] Basado en el artículo «El Otro en la Arquitectura». En Arquitectura y modos de habitar. Buenos Aires, Nobuko, 2006, p. 133.
[1] Del latín alter: el «otro» entre dos términos, considerado desde la posición del «uno», es decir, del yo.
[2] Esteban Krotz. Alteridad y pregunta antropológica. Alteridades. México, Unidad de Ciencias Sociales, Universidad Autónoma de Yucatán, 1994, p. 5-11.
[3] Jorge Sarquis. Itinerarios del proyecto. 1. Ficción epistemológica. Buenos Aires, Nobuko, 2003, p. 77.
[4] Del latín collectivus, colectivo es aquello perteneciente o relativo a un grupo de individuos. Un colectivo es una agrupación social donde sus integrantes comparten ciertas características o trabajan en conjunto por el cumplimiento de un objetivo en común.
[5] Ana P. de Quiroga. «El concepto de grupo y los principios organizadores de la estructura grupal en el pensamiento de E. Pichón Rivière». En Revista Temas de Psicología Social. Año I, Nº1, número homenaje al doctor Enrique Pichón Rivière, 1977.
[6] Isidoro Berenstein. «Notas sobre la subjetividad, el hábitat y la clase media». Coloquio «La arquitectura para la clase media». POIESIS-FADU-UBA, 5 de mayo de 2006.
[7] Ana P. de Quiroga, ob. cit., p. 4.

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